sábado, 6 de diciembre de 2008

(Ficción de aficionados)

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Bajó hacia el mercado como un sábado cualquiera. Dobló la esquina de su calle y enfiló la cuesta abajo, al final de la cual se encontraba la plaza salpicada de todo tipo de puestos de frutas, verduras, carnes, pescados y quesos.

En la bocacalle de San Pablo, a donde daban las traseras de algunos bares, un anciano conversaba acaloradamente con el que parecía ser su nieto. Un poco más abajo, el relojero, un hombre de avanzada edad, conversaba en la puerta de su relojería e invitaba a pasar a un hombre bien vestido que llevaba una maleta. En la otra acera dos amigos parecían celebrar algo porque se abrazaban, y un conocido que pasaba por alli le daba la mano en señal de felicitación a uno de ellos cuando este hubo cesado su abrazo. Un mozo con prisa entraba en un portal cargado de bolsas de la compra. Casi llegando a la plaza, dos hombres altos, protegidos del sol con sendas gafas, fumaban en la puerta de un restaurante en el que seguramente estuviese prohibido fumar.

Por fin llegaba al mercado. Le resultaban agradables las mañanas de otoño en el mercado recibiendo los timidos rayos de sol en su calva.
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Bajó hacia el mercado como un sábado cualquiera. Dobló la esquina de su calle y enfiló la cuesta abajo, al final de la cual se encontraba la plaza salpicada de todo tipo de puestos de frutas, verduras, carnes, pescados y quesos.

En la bocacalle de San Pablo, emboscado en la trasera de los pubs, un anciano le echaba en cara a su atracador, un joven toxicómano, que era un desgraciado y un indecente. El toxicómano sacaba del bolsillo una navaja terminando de persuadir así al anciano de que le entregase la cartera. El relojero, conocido pasante de todo articulo de lujo al que no se sepa como dar salida legal al mercado, abría con discreción la puerta de su relojería y miraba de lado a lado, antes de dejar pasar con una palmada en la espalda a su traficante de esa mañana. En la otra acera, dos rumanos celebraban con abrazos haber colocado de golpe dos kilos de coca bastante cortada, solventando así un marrón que les había tenido en vilo toda la semana. Justo en ese momento un cliente habitual se acercaba a por el gramo que ya había apalabrado y le tendía al traficante una mano adornada de 60 euros por el lado de la palma. Un chaval con demasiados vicios entraba cargado de bolsas en el portal de una casa de citas, que estaba siempre abierto. Se dirigía al segundo derecha, donde las prostitutas le pagaban al momento la compra robada, que de haber sido adquirida legalmente, doblaría su precio. Al final de la calle, justo llegando a la plaza, los guardaespaldas de Manolo Bocanegra custodiaban la entrada de su local fumando un cigarrillo. Las luces del interior apagadas indicaban que el restaurante estaba siendo usado plenamente por el señor Bocanegra, que probablemente estuviese cerrando unos trapicheos con, digamos, un traficante de coches.

Por fin llegaba al mercado. Le resultaban agradables las mañanas de otoño en el mercado recibiendo los timidos rayos de sol en su calva.

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