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Somos esa generación. Nos han preparado para un mundo que iba bien pero solamente hemos conocido un mundo que se cae a pedazos. Vivimos un interludio permanente: aún vivimos bien, no habrá revolución; pero ya vivimos peor que nuestros padres.
Hay pequeñas píldoras alrededor, en forma de avances técnicos, médicos, a veces, las menos, pequeños avances sociales, que nos gustan, pero sobretodo nos anestesian. Nuestros amigos se casan, tienen hijos, nos miran sin decirlo, pensando que ojalá la cosa mejore. Somos indemnes a esa lástima. Seguimos buscando y a la vez no esperando encontrar nada.
Experimentamos el
momento de cierre de los bares y pronunciamos eso de “¿qué queda abierto ahora?”
más veces de las que parecería sano. No es que esperemos encontrar las
respuestas en vasos, es que sabedores de que las respuestas no parecen estar en
ninguna parte, los bares son un sitio cualquiera donde pasar el rato. Ni tan
siquiera cualquiera, romántico. Pasan cosas; a veces divertidas, a veces
tristes, pero siempre pasan cosas. Vivos ya estamos, pero a veces necesitamos además
la ilusión de estarlo. El lunes a la mañana casi nunca pasa nada nuevo. El sábado
de madrugada, lo aleatorio es norma y además hay música de fondo.