miércoles, 24 de febrero de 2016

(Ficción de aficionados)

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Debería sentirme orgulloso, pero ni pizca de eso en mi macedonia de sentimientos. Afuera, llovía. Y dentro también llovía, el cielo se desbordaba dentro, y tronaba.

El deposito del coche estaba lleno. El mapa no tenía ruta marcada, solo algunas ciudades a las que había pensado ir. Algunos sitios en los que pensé que estaría bien hacer no sé que cosas.

Y en cambio ahí estaba yo, conduciendo por una carretera a ninguna parte (no me entiendan mal, todas las carreteras llevan a algún sitio) con la extraña sensación de estar parado en el arcén.

El coche se movía, pero la capa de agua que resbalaba por el parabrisas me separaba de nuestra dimensión para llevarme a otra, muy lejos de esta. Ambas se entrecruzaban solamente cuando llegaba a ese sitio al que quería llegar, a hacer esa cosa que pensé que estaría bien hacer (y luego no tanto) para luego divergir hasta la próxima. ¿Acaso no es absurdo? La vida en sí, me refiero... vivir intentando agarrar hitos mientras la jodía de ella se escapa entre los dedos descojonada de la risa.

El placer de hacer las cosas bien -como dictan en la autoescuela- no vale nada si lo comparas con el placer de hacer las cosas mal a sabiendas: conducir haciendo eses en una recta enorme cuando no viene nadie, acelerar por encima del límite, sacar la cabeza por la ventanilla... Paró de llover y aproveché para hacer esto último.

Al principio lo disfruté, pero pronto, el viento en la cara, me arrancó las lágrimas que yo era demasiado hombre para dejar caer. Cerré las ventanillas y me puse a gritar a mares. Fui desgarrando uno a uno todos los sonidos que existen hasta que me quedé sin voz...

Miré el móvil de nuevo. Y nada. Así que simplemente me limité a seguir conduciendo.

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