martes, 31 de marzo de 2009

(Ficción de aficionados)

.

1
Carola solía coger cada dos semanas (a veces cada semana) el ferry que salia de Bari con destino a Alejandría. Trabajaba en una empresa que conseguía en Egipto la fabricación de piezas para electrodomésticos a precios más baratos que en otros puntos del planeta. Llegaba puntualmente a las cinco de la tarde pero prefería esperar en el camarote-bar del Jupiter tomando algunas copas hasta más o menos la diez de la noche, hora en la que desembarcaba con destino hacia la estación de tren para coger su enlace con El Cairo. Con esta demora conseguía un doble efecto; por una parte evitaba la muchedumbre de vendedores que se agrupaban a pie de escalinata para agasajar con sus productos a los aturdidos turistas que desembarcaban, y por otra conseguía atacar con razonable modorra el trayecto en tren que hacía meses que se le antojaba pesado.

Carola era una mujer bella, no pasaba inadvertida, tanto es así, que el barman, un egipcio bastante apuesto, estaba secretamente enamorado de ella. Y es por esto que preparaba los margaritas que ella tomaba con especial esmero. Ella los degustaba pensando que aquel barman era un artista, pero no sabía que el resto de clientes no gozaban de tal privilegio.


2
Anton era un treintañero de aspecto muy juvenil que vivía a caballo entre El Cairo y Alejandría. Nació en Alemanía pero heredó de su padre, en vida, un sinfín de largos viajes de negocios que acabaron procurandole, por cosas del azar del mundo empresarial, una prospera compañía de compraventa de coches en Egipto. Compraba coches de segunda mano en Europa y los alquilaba y vendía con gran éxito en su empresa con sede en El Cairo y diversificada en su mayoría en Alejandría pero también en algunas de las ciudades que avasallaban las orillas del Nilo.

Anton, heredero temprano del estatus económico que le procuraba la empresa que fundó su padre, había heredado tambíen la condena de acabar encerrado en su vida de El Cairo, donde contaba con muchos y muy buenos amigos, de todos los países y credos, pero entre los que a menudo se sentía profundamente frustrado. Es por esto que una vez por semana intentaba hacer coindicir sus viajes con alguno de los tres días que el Jupiter permanecía amarrado. Y es que el Jupiter tenía un bar que le encantaba, no solo por el casi inperceptible vaivén de la mar, sino por la decoración clásica de los años 50 torpemente remendada. Acostumbraba a subir a bordo y pasarse una tarde entera desconectado del mundo. Bebía ginebra como lo hacen los bebedores profesionales, sin prisa pero sin pausa, degustando cada trago con amargura y entrecerrando los ojos de tal forma que casi podía ver su propio aliento chocando contra el vaso. Se sentaba en la barra, en el taburete junto al ojo de buey, y cuando se terminaba una copa miraba fuera hasta que le apetecía pedir otra. Nunca había llevado a nadie a su templo de la tranquilidad y las borracheras. Ese era su bar y su taburete, y practicamente su única parcela de tranquilidad.


3
Aquel día pasó lo inevitable. Carola estaba todavía allí cuando Anton se embarcó en el Jupiter. Se dirigió hacía su taburete, junto al ojo de buey, y no pudo dejar de fijarse en aquella mujer rubia que tomaba una copa mientras escribía en los papeles que tenía esparcidos sobre su mesa. En ningún momento bebió tranquilo (ni en ningún momento dejó de beber). Estuvo continuamente dedicandole miradas de refilón que para ella pasaron inadvertidas. Decidió ir a hablar con ella en su cuarta ginebra pero ella no despejó la mesa de papeles hasta la sexta. Entonces se bajó de su taburete y se acercó a ella, sereno y borracho a partes iguales.

-Hola, soy Anton -dijo en su perfecto italiano- ¿Puedo invitarte a una copa?

Ella dudó, pero incomodada por la situación se apresuró a decir que sí sin darle demasiadas vueltas. El pidió con un gesto que su barman supó interpretar facilmente.

-¿Cómo te llamas?

-Carola.

-¿Y qué haces tomando margaritas en mi bar?

-¿Tu bar? Casi podría decir que este es mi barco. Lo tomo dos o tres veces el mes y ya siento que es mi segunda residencia. Tengo que viajar hasta El Cairo, por trabajo. Y por cierto, no sé si me va a dar tiempo de acabar este margarita contigo, tengo que ir a coger el tren dentro de poco -dijo allanandose una posible escapatoria.

-Vaya, una lástima. De todas formas espero que puedas disfrutar de El Cairo al margen del trabajo. Yo soy de allí y me parece una ciudad muy viva. Está realmente bien si sabes por donde moverte.

-La verdad es que no lo disfruto mucho. El viaje me deja agotada y solo paso allí dos noches. Aprovecho todo el tiempo que tengo para descansar.

-¿Conoces el café París? Está en el Midan Tahrir, y todos los jueves toca un cuarteto de jazz muy bueno: versiones de los clásicos, algunas composiciones propias y un toque árabe muy raro pero interesante...

Ella dejó escapar una rápida sonrisa. Él no lo sabía, pero a ella le encantaba el jazz. La conversación se prolongó más allá del margarita, el primero de los muchos que acabarían tomándose juntos.
.

No hay comentarios: